Cada domingo, sea de un color u otro, la ciudad se concentra
alrededor del Coloso de la 74 para alentar como si no hubiera mañana al equipo
de fútbol que haga las veces de local. Es una procesión autónoma, no hay cura,
sacerdote o padre alguno que haya dicho que es un mandamiento ir al estadio
cada vez que el equipo de los amores juegue de local, sin embargo, es más
importante que cualquiera de los mandamientos. El fútbol, así como muchas otras
manifestaciones sociales, es una radiografía de lo que somos como individuos, y
como conjunto. Como no ha de serlo, si los que juegan son parte de nosotros, de
nuestros barrios, de nuestras comunas, de nuestras familias, del combo de
parceros, de la recochita en la plaquita de la unidad, de la “Copa América”
infantil, del partido de solteros contra casados, del torneíto vacacional, de
las reuniones de padres de familia, de las filas en el supermercado, de los
tacos, de la fiesta.
Es imposible desligar al uno del otro, al fin y al cabo, en
términos sociales, nuestros comportamientos no son fruto de la casualidad. Que
hayan matado a un hincha antes del clásico no es porque sí. Eso somos, sí, eso somos. Somos incapaces de reconocer al otro,
de aceptar la diferencia, de convivir con la diferencia; el diferente no hace
parte de nosotros, lo excluimos y si no lo podemos excluir, lo matamos. Hay que
acabar con la diferencia, el diferente no juega fútbol, no hace parte de la
recocha, mucho menos del combo. El diferente no es soltero, no es casado, el
diferente no es, no puede ser.
En el estadio, ya en el interior, quitaron las mallas,
pusieron silletería en todas las tribunas, hay toda una logística preparada
para casi cualquier contingencia. Aun así, no hay una estrategia o herramienta
que re-forme el comportamiento del hincha, del ciudadano. A aquel que no saluda
cuando entra a un lugar, o no se despide cuando sale, le estamos pidiendo que
no insulte, que reconozca al otro, a ese otro que no saluda, ni del que se
despide. A aquel que excluye, que mata al diferente, le estamos pidiendo que no
agreda al contrario, que lo deje ser, que lo deje jugar. Como sociedad pedimos,
pero no damos, no educamos, no articulamos maneras de hacer al hincha, un
ciudadano, un buen ciudadano, un ciudadano que reconozca al otro, que conviva
con la diferencia, que salude y se despida, que no mate al diferente, sino que
le dé vida.
Los “hechos aislados” donde se enfrenta un lado contra el
otro, donde hay disturbios, donde el que pierde acaba con lo que encuentra, con
el que encuentra, donde el que gana celebra sobre lo que encuentra, sobre el
que encuentra, no son aislados. Aprendimos que la derrota es inaceptable y que
el triunfo es lo más importante, más que el otro. En la cancha todo es un
alegato, una pelea: una falta, un fuera de lugar, un tiro de esquina, una
lesión, un penal, un gol, una expulsión. Todo se pelea porque, perder es
inaceptable. La misma histeria de la cancha se vive en la tribuna, a las
afueras del Atanasio, en las calles, en el taxi, en las cabinas de transmisión,
en los barrios, en las casas, en las familias. Esas mismas familias que ya no
van al estadio, porque el estadio ya no es para las familias. La histeria nos
absorbe, nos domina y nos trans-forma; nos transforma en aquel que no saluda y
que no se despide, aquel que hace invisible al diferente, al otro. El ganador
no celebra el triunfo sino la derrota del otro. Es como el vecino aquel que
saca los parlantes del equipo de sonido y los hace sonar toda la noche, no para
él, sino para el otro, porque la fiesta no es para él, es para molestar al
otro. El pícaro es aplaudido, el honesto es abucheado.
La ciudad es una ciudad de unos, no de otros. Los unos
mandan porque los otros no existen, ni lo que el otro piense, ni lo que diga,
ni lo que haga afecta al uno. El uno ha crecido con la idea de la indiferencia
hacia el otro, hacia el ciego, el homosexual, el negro, el blanco, el rico, el
pobre, el discapacitado, el poeta, el escritor, el profesor. Y el otro se ha
conformado, se ha resignado, no exige que se le salude o que se despidan de él.
El otro, así como el árbitro que acepta pechazos, madrazos, manotazos, porque
son los calores del momento, se acostumbró a ser tratado a las malas, o peor
aún, a no ser tratado; los conductores de transporte público, en su mayoría,
manejan como si llevaran ganado, y parece que nos creyéramos el cuento porque
nos comportamos como animales.
Eduquémonos, encontrémonos, aceptemos la diferencia,
celebremos los triunfos, aprendamos de las derrotas, el partido sigue y todavía
hay tiempo de hacer una pared, uno, dos, tres pases, un centro, un cabezazo y
un gol.
Créalo Mompi.
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